Embzulas

Friday, May 05, 2006

Embzula I

Embzula I






















Eran las cuatro de la mañana, todo el pueblo dormitaba, menos Arcesio que caminaba sigiloso por entre las sombras donde la luz de las pocas y lúgubres  lamparillas callejeras no llegaba, no había nadie, pero Arcesio continuaba como espía de película al asecho, “uno nunca sabe quien este por ahí en vela, ojeando por las rendijas que dejan las ventanas desnudas de cortinas”, pensaba Arcesio.
Lo venia planeando desde hace días, y espero hasta el último momento para llevarle a la niña Anastasita, como él le decía, la flor de una azucena que se encontró cuando salía de El Arado, “a ver si le gusta a la niña”.
Fue en Anserma donde explotaban mejor las bengalas, brillaban más que en cualquier parte del mundo, porque los colores que soltaban venían de oriente y salpicaban trozos de unas lucecitas verdes que fulguraban en cantidades luminosas dejando ver las montañas de los cafetales como si estuvieran llenas de duendecitos. Hace cuatro años se las había comprado don Álvaro al turco que paso vendiendo por el pueblo en su carromato lleno de chécheres; hace cuatro años no llovía en Anserma, y don Álvaro pensó que lo mejor era hacer lo que su mujer le decía, que mande bengalas al cielo paque los dioses tengan misericordia.
La cosecha de café estaba dejando solo un producido al año desde entonces, y los riegos les tocaba hacerlos manualmente con la peonada. Seguía don Álvaro el mismo sistema de riego que le había conocido hacer a su papa allá en La Bélgica. Don Álvaro había tomado el mando de La Bélgica, pero con todas esas complicaciones de herencia y sobre todo con sus hermanas medias que eran como buitres detrás de una presa, decidieron venderla y se compro con su parte El Arado.
Que me pases las bengalas más rápido, es que no desayunastes muchacho?, le dijo don Álvaro a Arcesio que le acompañaba llevándole el atado de pólvora que tenían que quemar, eso es quemándolas toiticas patrón. La noche anterior lo había descubierto su mama entrando tarde a la casa y lo mando a castigar que por tres días sin desayuno, Arcesio pensaba que no importaba con todo el guayabal lleno de ellas, no se comía las pepas Arcesio, solo la piel y la carnita de adentro. Claro que esperaba ansioso por la hora nona cuando su mama salía de la casa en la colinita, él desde abajo en el arado o en el cafetal miraba y sabía que el sonido de sus tripas tenía una cita con la salida de su mama al balcón.

La hacienda El Arado tenía sus cosas buenas y sus cosas malucas, decía doña Agustina; comida pa toíta la peonada, pero el hijo del carretero, que tan feíto y malcriado que no tenia laito bueno por onde verle; pero tiene un corazón lindo, replica Amapola, la bella y fina hija de don Álvaro, ojos del tamaño de un limón y del mismo color, cabellera relarga de actitud salvaje que sabia llevar bien, sobre todo cuando montaba en su yegua almizclera volando y cortando al viento en astillitas.    La niña Amapola aprendía nuevas puntadas en el bordado con su mama en compañía de todas sus hermanitas, clases que su mama esforzaba para que todas hicieran bien el trabajo, mientras nene Alvarito Junior permanecía metido en el corral de donde miraba a todos. Amapola bordaba luego de terminar clases con un tutor.    Que en ese colegio del pueblo no las instruyen con clase, decía don Álvaro. Así que ella, la mayor de siete hijas y sus dos hermanas que le seguían, aprendían música, idiomas, historia universal, literatura clásica y contemporánea. Que quiero ser escritora, decía Amapola a su tutor, que si niña a su debido tiempo, que quiero escribir como lo hace Kafka, que si niña a su debido tiempo, que no, que quiero empezar desde ahora, sino como hago con tantas letras metidas en mi cabeza, me voy a enloquecer. Que no diga esas cosas, supervisaba cuando la escuchaba decir lo mismo su mama Agustina.    Su tutor, un gringuito manco original de los Yores. Que la había perdido en la guerra, que cual guerra, que la grande, le decía a Amapola su mama, y que no es gringo, dicen que llego de la Alemania, hizque volado porque lo iban a capar.    Mr. Ander, se llamaba, sabia cinco idiomas, tocaba el piano hermosamente desde lo clásico hasta las cumbias que cantaba junto con doña Agustina que amaba acompañarlo en las reuniones familiares recordando su casa de niña cuando cantaba con su papa don Apolinar.


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